Si hacemos una encuesta, aunque sea informal, entre amigos, preguntándoles qué atributos se asocian al made in Germany, la respuesta sería, con casi toda seguridad, unánime: calidad y fiabilidad.
En lo más profundo del imaginario colectivo, no solo de los españoles, sino de los ciudadanos de los cinco continentes, se ha instalado la percepción de que los frigoríficos, automóviles o trenes con el sello germano cumplen los más altos estándares de fabricación, de tecnología...
Pero lo que no todo el mundo sabe es que, hace un siglo, esta percepción era radicalmente distinta. Lo alemán se veía entonces bajo el mismo prisma con el que hoy escrutamos los productos baratos que llegan de China. Hace 125 años, para las autoridades del Reino Unido los productos alemanes importados eran burdas copias de los hechos por las empresas de las islas.
Y su reacción ante esa amenaza, que estaba inundando el mercado, fue simple: exigir a los fabricantes teutones que colgasen la etiqueta del made in como aviso y precaución para los consumidores británicos.
La paradoja es que, con el tiempo, esta medida proteccionista tuvo un efecto inesperado: los alemanes trabajaron duramente para mejorar la calidad y los ingleses acabaron comprando ciertos productos solo por llevar la etiqueta made in Germany, aunque tuviesen que pagar algo más por ellos.
En pleno siglo XXI, el valor del made in es más importante que nunca. Nos gusta la ropa elegante, a poder ser de corte italiano, y los artículos de electrónica, mejor si vienen de Japón, aunque por ellos tengamos que pagar un sobreprecio.
Y lo hacemos con el firme convencimiento de que nos llevamos a casa algo que merece la pena, que no va a defraudar nuestras expectativas. Sin darnos cuenta, hemos evaluado el producto no solo por lo que es, sino por el país de procedencia, asignándole unos valores y atributos por los que merece nuestra confianza.
Lo que los demás piensen de uno, importa. Vivimos en la economía de la reputación. Y los países no son una excepción.
“Tener una buena imagen nacional hace que los productos sean más deseables y que más gente aspire a vivir, invertir, trabajar o estudiar allí. Es muy simple, un país con una buena imagen se vende con un premium; mientras que aquél que tiene una mala proyección exterior lo hace con descuento”, explica Simon Anholt, uno de los más reconocidos asesores políticos en esta materia. No en vano, él acuñó en 1996 el término nation branding y desarrolló en 2005 el Nation Brands Index (NBI).
Pesos pesados
Estados Unidos, Alemania, Canadá, Reino Unido, Francia, Japón, Australia y Suecia son los nombres más repetidos entre los mejores ejemplos de proyección exterior. Todos ellos tienen marcas país fuertes y consolidadas.
Eso sí, su grado de liderazgo varía en función del ránking de turno –además del NBI, están el del Reputation Institute, el de Future Brand o el de Brand Finance–. “Estados Unidos ha dedicado sus casi 300 años de historia a erigirse como el país más admirado, mejor conocido y más atractivo.
Parte de esta admiración proviene del número de relaciones que tiene con el resto del mundo. En ese sentido, Alemania e Inglaterra gozan de la misma familiaridad global por sus productos, su gente y su cultura”, añade Anholt.
Pero la batalla es global y nuevos actores, especialmente entre los países emergentes, se están poniendo las pilas para mejorar su percepción. A principios de septiembre, Colombia eligió una simbólica puesta en escena para anunciar su nueva imagen de marca.
En el mismo estadio en el que la selección nacional de fútbol venció a su rival de Uruguay en la eliminatoria para el Mundial 2014, se hizo la presentación bajo el lema La respuesta es Colombia con el objetivo de “atraer la atención del mundo por nuestro talento, recursos y empuje”, explican sus promotores. Chile, Corea del Sur y México están dando pasos de gigante.
Y Perú ha dado la campanada. “Ha escalado posiciones hasta situarse el segundo país latinoamericano por detrás de Brasil y desbancando a Argentina. Está trabajando muy seriamente en gestionar su percepción internacional”, señala Fernando Prado, socio director para España y Latinoamérica del Reputation Institute.
¿Y algún gran descalabro? Anholt asegura que suele haber mucha inercia en la imagen de un país, y que ésta pocas veces sufre grandes alteraciones por problemas puntuales.
Aunque hay casos que pasan factura. Las caricaturas danesas de Mahoma en 2006 lastraron la imagen del país en el mundo musulmán, y todavía hoy no se ha recuperado.
Y la crisis político-económica de Grecia se ha traducido en una caída del país heleno de 17 puestos en el último ránking del Reputation Institute.
Esta tensa situación trajo, además, una segunda consecuencia: la llamada al boicot a las empresas alemanas por parte de una asociación de consumidores griegos. ¿Podría replicarse la situación ahora en España? “Todavía no hemos constatado que la simpatía hacia las empresas alemanas haya bajado. Es muy difícil imaginarse que eso pase aquí”, opina Walther von Plettenberg, director gerente de la Cámara Alemana en España.
Parece evidente que levantar una marca país potente es un buen escudo para encajar una eventual pérdida de reputación. Pero para llegar a este punto, hay que haber sembrado mucho tiempo atrás. Si su país todavía no tiene muy trabajado este campo, ¿cómo podría construir su marca? ¿Por dónde empezar? ¿Cómo se puede influir en lo que los demás piensan de nosotros?
Lo primero es asumir que construir una marca lleva tiempo, mucho tiempo.
Lo segundo, reconocer que la puesta en práctica es una tarea a tres bandas: gobierno, sociedad civil y empresas. Desde el turismo a la diplomacia pasando por las exportaciones, todo aquello que suponga un contacto con el exterior debe formar parte de la maquinaria al servicio de la marca.
Y lo tercero, pensar que el modus operandi no es a golpe de anuncios publicitarios. “La marca no se construye con acciones de márketing estratégico. Si se quiere ser sostenible, hay que trabajar sobre los productos y servicios que el país ofrece”, constata Von Plettenberg.
Con esas premisas como cimientos, se puede levantar el edificio. Y la tarea es algo titánica, porque una marca país es una compleja combinación de percepciones sobre diferentes ámbitos, unos más light –entorno y estilo de vida– y otros más hard –gobierno y economía–.
Todo importa: desde el modo de ser de la gente, la gastronomía y la historia hasta el marco regulatorio, la mano de obra cualificada y el desarrollo tecnológico. Y todo se evalúa.
“En Future Brand medimos los niveles de conocimiento, familiaridad, preferencia, consideración, recomendación y decisiones activas para visitar o interactuar con un determinado lugar”, explica Ignacio Linares, vicepresidente para Iberia de McCann Worldgroup, matriz de Future Brand.
El valor de lo intangible
La imagen de algunos países, como Italia, es más decorativa mientras que la de otros, como Finlandia, es sinónimo de utilidad. Simon Anholt constata que muy pocos países han logrado equilibrar ambos aspectos y ser considerados atractivos y útiles a la vez. En su opinión, Estados Unidos, Reino Unido y Suecia son los mejores exponentes.
Un error clásico al hablar de marcas país es pensar que la economía lo es todo. “Los inversores y el público general ponen el centro de atención en factores diferentes, por eso los medios se equivocan al centrar la imagen del país sólo por su desempeño económico.
Tener una gran economía no es lo único que importa”, señala Nicolas Trad, socio del Reputation Institute. Es más, los valores intangibles pueden llegar a representar hasta el 60% de la reputación de un país.
Este matiz explica que en la foto que cada año elabora esta institución, Canadá, con una economía casi once veces más pequeña que su vecino del sur, repita liderazgo o que China se mantenga en la parte baja de la tabla pese a ser la segunda economía mundial.
“Canadá ha demostrado habilidad para mejorar ante los ojos del mundo y exhibir un liderazgo global en los criterios clave. Y ha sabido comunicar su imagen de marca de manera coordinada, lo que ha provocado un efecto multiplicador”, añade Trad.
Por el contario, el sistema político y la restricción de libertades son todavía un lastre para la imagen del gigante asiático.
Y eso pese a los ímprobos esfuerzos del Gobierno chino “para mostrarse al mundo como una potencia amiga a través de instrumentos de cooperación académica y económico-finaciera a partir del éxito de las Olimpiadas”, apunta Antonio Camuñas, presidente de Global Strategies.
Además, el made in China es, en el imaginario colectivo de muchos, un sinónimo de copia y falsificación. ¿Cómo se puede cambiar esta percepción? “China debe hacer lo mismo que Japón y Corea del Sur hicieron en el pasado: mejorar poco a poco su cadena de valor.
Sabe el camino que debe seguir y tiene grandes recursos para hacerlo”, señala Anholt. Y, ¡ojo!, ya se ha puesto manos a la obra.
Pero al final de todo, el verdadero quid de la cuestión para ser relevante de verdad es hacer que la marca sea mayor que la suma de sus atributos y sirva para mejorar la vida de las personas.
“Los países son juzgados por lo que hacen pero, sobre todo, por su contribución a la humanidad y al planeta”, reflexiona Anholt. Tomen buena nota.// La Información
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